
Venecia es una ciudad en la boca del Leviatán. Que los millones de robles y cipreses clavados en el fango de la laguna que lleva su nombre hayan servido para sustentar iglesias, palacios y otros extremos del afán arquitectónico del ser humano, no cambia su situación en las fauces saladas del Adriático. No son profundas las tragaderas del monstruo —para desembarcar en San Marcos hay que volar más que flotar—, y su digestión es lenta, pero esta última es constante, como señalan varios topógrafos que siguen de cerca la crónica de su banquete en ralentí. Uno se pregunta qué clase de persona decidió poner el primer ladrillo de este maravilloso despropósito, con estupor, como si estuviésemos contemplando el espíritu auto-destructor del mayor constructor que ha conocido el mundo moderno. El idiota queda apartado al instante de la ecuación. Y, más allá del relativo pragmatismo que se adivina en el reto orográfico que su situación supone para el conquistador de turno, las sospechas terminan siempre encaminadas a territorios más propios del idealismo y la ensoñación.
Así pues, aquel primer ladrillo fue el de un soñador. Seguido por el de otras muchas personas que creyeron en ese sueño imposible, lo que nos sitúa ante una ciudad hecha por y para el ensueño. Quizá sea esto lo que convierte sus canales y callejuelas en algo más propio de otro mundo. Ni siquiera la realidad, con sus enjambres de mosquitos o el fuerte olor a pescado podrido y heces de ventana, puede enturbiar el esplendor de esta ciudad, como sucede siempre con los sueños que merecen la pena. No es de extrañar que sea la cuna de grandes pintores, escultores, músicos y escritores; un lugar que ha servido de inspiración y refugio para nombres como Byron o Ruskin, definido por el gran Charles Dickens como «el lugar donde la realidad supera la capacidad imaginativa del más fantástico soñador». Tampoco es de extrañar, y llegamos a la chispa que, como editor, me llevó a escribir estas líneas, que fuese donde el célebre bassianesi Aldo Manuzio se dedicase a la pesca. Pesca a la veneciana, claro está, que comprende hermosos ejemplares de Aristóteles y Platón, graciosos pececillos de Petrarca y otras obras hábilmente encuadernadas, todas con su logo de ancla y delfín, y el sabio lema Festina Lente (Apresúrate lentamente). Allí, Manuzio pescó el libro de hoy, el que tenéis en vuestra mesilla. Allí, Manuzio perfeccionó las técnicas de impresión, nos trajo la cursiva, el punto, el libro de bolsillo… Allí trabajó, y allí murió, como el padre del editor moderno, en la boca del Leviatán, devorado lentamente, con más idealismo que pragmatismo; como un soñador en una ciudad de soñadores, levantada para hundirse. Qué mejor lugar que ese para vivir.
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