
Carlos Pérez Merinero, en el rodaje de Rincones del paraíso.
Las mejores películas para los más mirones
De entre las veintiuna películas —algunos cortos, capítulos de series y bastantes largometrajes— que Carlos Pérez Merinero escribió para la pequeña o la gran pantalla, todas fueron, y lo dejó bien claro cuando se sentó tras la cámara en Rincones del paraíso (1997), «películas para mirones», empezando por él, que aspiraba a ser uno más, un hombre invisible, acaso un guionista de la Hammer al que no le faltara nunca el trabajo. En ese trabajo aceptaría encargos de mediano y bajo presupuesto, siempre y cuando le respaldaran profesionales competentes. Pongamos media docena de películas al año ejecutadas —donde no faltaran las buenas ejecuciones, se entiende— con oficio y salero.
Pero eso en España es complicado. Lo era cada vez más. En 1991 consigue Nominaciones a los Goya por Amantes, dirigida por Vicente Aranda y producida por Pedro Costa; anteriormente sus novelas se habían vendido por miles, y, de golpe y porrazo, su momento había pasado. Pero él siguió haciendo manos. No dejó de escribir hasta el último día, cumpliendo un horario casi de oficina…
Volvamos a sus películas: hace no muchos volví a disfrutar El crimen de la calle Fuencarral (1985), dirigida por Angelino Fons y producida por Pedro Costa para TVE dentro de la mítica serie La huella del crimen. Observé que, en menos de una hora, esta compacta obra maestra ofrece lo más y mejor del merinerismo: pasión por la mirada, humor, voces de la calle, espontaneidad, folklore, y, ante todo, una recreación muy personal de los hechos.
Carlos me dijo en diferentes entrevistas que mantuvimos (podéis encontrar una de ellas en Youtube) que el crimen es de por sí siempre trivial, por eso la labor del escritor consiste en encontrar un punto de vista sobre el que construir la narración, darle un interés más allá del morbo fácil. Carlos despreciaba incluso la documentación como tal. Reivindicaba la intuición, la creatividad, el esfuerzo por ponerse en el lugar de los personajes e idear tramas convincentes, fuertes, que funcionen bien, aunque sean falsas. Eso es lo de menos. Y aquí encontró la solución en esa pareja de amigos compuesta por Francisco Nieva y Luis Escobar, burgueses que pasean indolentes por el Retiro, por cabarets, burdeles selectos, cafeterías… Siempre como observadores despreocupados, de inteligencia y verbo fácil, como réplicas de género chico de Holmes y Watson, que van punteando y comentando los avatares del caso, aportando una musicalidad castiza, acercándonos la voz de la calle.
Los imperativos de producción quisieron llevar esta vez a Carlos a 1888, precisamente cuando Conan Doyle había estrenado su Estudio en Escarlata, cuyos personajes ejercen una influencia notable… Pero Carlos, que salvo ocasiones —La mano armada, Caras conocidas— planteaba sus argumentos “aquí y ahora”, sabe arrimar el ascua a su sardina y se queda con el aspecto más bohemio e indolente de los investigadores, el más afín a sus personajes, siempre sensibles y hedonistas, más predispuestos al crimen que a la búsqueda de soluciones. En cualquier caso, y ante la duda, nos quedamos en El crimen de la calle Fuencarral como una invitación a seguir mirando… ¡Y ponernos hasta las pestañas de buen cine!
David G. Panadero
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