La fantasía ha sido siempre la médula ósea del arte narrativo, uno de los resortes más profundos, quizá el mayor pretexto (junto a la verdad) que puede llevar a alguien a desear contar una historia. Desde la antigüedad, lo fabuloso ha sabido rodearse de un nutrido grupo de seguidores, y su influencia sigue siendo igual de fuerte hoy en día. Un simple vistazo a la cartelera de los cines basta para constatar esta todopoderosa (y mercantilizada) presencia. Pero, si bien es cierto que la fantasía —puede que por su conexión directa con el mundo de los sueños— habla todos los idiomas artísticos habidos y por haber, es en la literatura donde encontró su vehículo primitivo más poderoso. En ella, desde los pliegos arquetípicos de la mitología, se paseó por todo tipo de terrores góticos, viajó hacia los refinados espacios de Lord Dunsany, a la fantasía antinormanda de J. R. R. Tolkien, a nuevos rincones en los que se vistió de una ciencia especulativa que supo llevarnos a la Luna en cuatro días, o imaginar la conquista de nuestro planeta por una horda de trípodes marcianos. Creció, maduró, se dignificó. Podemos decir que la literatura fantástica tomó la fantasmagoría desmadejada de antaño y supo empacarla en una fórmula sofisticada y bien definida, con voz propia, que fue servida luego en bandeja de plata a los devenires artísticos de la modernidad. Ediciones Vernacci no podía ignorar este milagro primigenio y su línea Nibiru será la encargada de explorarlo: cuento de hadas, ciencia ficción…Si pudo soñarse, pudo escribirse, si pudo escribirse, podremos encontrarlo.