
Nuestra prioridad tras inaugurar las líneas Puño sucio y Nibiru era dar el primer paso en una tercera a la que decidimos llamar Puño gris, una línea enfocada al terror, el noir y el misterio. Por aquel entonces la obra candidata a iniciar el camino ni siquiera existía. El autor, David G. Panadero, había propuesto la publicación de una novela corta titulada Sin contraseñas. La historia narraba las aventuras de José Tascón, un personajillo metido “profesionalmente” a confidente de la policía en infinidad de crisis y entuertos, tan acostumbrado a mentir y a fingir ser quien no es que termina sufriendo una profunda crisis de identidad. A lo largo de sus casi cien páginas, la obra consigue agrupar suficientes elementos interesantes para enganchar al lector; la historia es ágil, el protagonista carismático y el escenario, aquella España de pana gorda, libertad bisoña y ardiente Calisay (el líquido de la transición) terminaba de rematar el empaque. De hecho, Sin contraseñas era perfecta incluso para llenar uno de esos trajecillos que se gastaba la inmortal Bruguera en los quioscos de los años ochenta. Sin embargo, consideramos que era insuficiente; queríamos, tal y como expresé en su momento, «más Panadero».
Decidimos que esta historia debía ir acompañada de una segunda. Fue entonces cuando apareció El último vagón, una historia de tintes autobiográficos que nos habla de aquella juventud “algo perdida” que recorría las calles de finales de los ochenta y principios de los noventa, chapoteando en los estragos de la droga y la marginalidad, sin otro afán que estampar su firma en los muros de la ciudad con un bote de espray.
La dirección elegida para amalgamar esta doble ración en un solo volumen está ligada íntimamente con el propio David G.Panadero y lo que cualquiera que converse con él unos pocos minutos puede llegar a deducir de su persona. Entendí que para este autor afincado en la fascinante Vallecas (perdón, Vallekas), adicto hasta la médula a la vieja cultura de las salas de cine y los viodeoclubs que expiraban plástico, el mejor modo de entender su menú noir era como una doble sesión en un viejo cine de barrio. De este modo nació Doble sesión: Sin contraseñas – El último vagón, un libro que trata de homenajear ese mundo ya extinto, casi mitológico, del Madrid de los ochenta; del arte a pie de calle, de criaturas desesperadas y pantallas gigantes que ofrecían el mundo.
Como anécdota curiosa (y este libro tiene bastantes, algunas inconfesables) diré que dediqué una tarde entera a patearme mi viejo barrio de la infancia, cercano en espíritu a algunos escenarios descritos por David, hasta dar con un muro que acabó convirtiéndose en contraportada de la obra. En el frontal, como no podía ser de otro modo, situamos la entrada de un cine.
Es cosa vuestra mirar bien la cartelera y pagar la entrada.
No tenéis que preocuparos por apagar el móvil: aún no se habían inventado.